Repasar el Currículum de Gabriel Rabinovich toma su tiempo. “Bioquímico e investigador del Conicet” dice la primera línea. Luego los ítems se acumulan: beca Guggenheim, premios Houssay y Bunge y Born, Academia Mundial de las Ciencias, Konex de Platino, profesor visitante en las universidades de Harvard y París, entre otros. Además, gracias a sus investigaciones en un tema médico de vanguardia —cómo la inmunología, que puede cambiar el tratamiento del cáncer— ya pudo presentar nueve patentes, de las cuales tres le fueron otorgadas.
Hace un puñado de semanas sumó a su listado otro gran título honorífico: la Academia de Ciencias de los Estados Unidos lo sumó a sus filas. Se trata de la entidad que agrupa a los científicos más destacados del mundo y él es uno de los siete investigadores argentinos que recibieron este galardón. Pero cuando le preguntan cuál de todas las distinciones lleva más cerca de su corazón la respuesta es inmediata: “El Premio BB y el Houssay por su prestigio y el doctorado Honoris Causa que me dieron en la universidad de Córdoba, donde estudié”. Y agrega: “También me emociona mucho estar en la Academia de Ciencias de mi provincia”, dice con un todavía claro acento que mantiene pese a que hace 25 años que vive en Buenos Aires.
Su primer contacto con el tema sobre el que construyó su premiada carrera profesional—la compleja relación entre el sistema inmunológico y los tejidos enfermos—fue una casualidad con la que se cruzó mientras cursaba materias de Bioquímica. En un pequeño laboratorio le propusieron analizar un tema que, en aquel momento, parecía absolutamente inútil pero al que el paso del tiempo convertiría en uno de los ejes de la oncología actual. Su trabajo fue aislar anticuerpos obtenidos a partir de la retina de pollos. “No era exactamente lo que quería al principio, ya que mi mayor sueño era trabajar en inmunología humana.”
Trabajó durante muchos meses en esas experiencias y tras recibirse de bioquímico guardó, durante años, aquellas muestras de anticuerpos en un lugar insólito: el freezer de la heladera de la casa materna. Como tantos otros colegas viajó a laboratorios del primer mundo para completar su formación. Y, como a tantos otros científicos argentinos, notando sus talentos, lo tentaron a quedarse. Pero los afectos del terruño pudieron más y regresó.
“Pasé entonces una etapa dura y frustrante, porque trabajé muy fuerte durante meses y —sistemáticamente— todos mis experimentos fracasaron. En esa misma época me rechazaron becas y perdí concursos docentes. Hasta me dijeron que no servía para la investigación y entré en crisis. Llegué a pensar en abandonar la ciencia y dedicarme a la práctica profesional, en algún laboratorio.”
Y de pronto cambió el viento. Sin pensar muy bien por qué recuperó aquellos anticuerpos guardados en el freezer materno y comenzó a usarlos en experimentos buscando algún resultado. “Y se me dio: encontré que en diversas células del sistema inmune aparecían con mucha frecuencia, en alta concentración, ciertas proteínas, cuya función, entonces, era desconocida, y se asociaban a tumores que tenían mucha actividad. Gracias a la generosidad de varios colegas pude aislar y analizar dicha molécula —que a partir de 1995 fue bautizada Galectina-1—y pude completar mi doctorado.”
“Para el Estado y para nuestros gobernantes la ciencia debe tener prioridad absoluta.”
Siguió con los experimentos buscando alguna utilidad científica pero los resultados que obtenía eran raros. “Parecían casi delirantes porque chocaban con el paradigma científico del momento que afirmaba que los linfocitos activados destruyen las células tumorales. Pero cuando poníamos esta proteína los que terminaban muriendo eran justamente los linfocitos.”
Y entonces ocurrió una de esas casualidades que cambian el curso de las cosas. “Asistí a una conferencia médica y escuché que los especialistas que trataban la artritis reumatoidea buscaban alguna sustancia que fuera capaz de destruir los linfocitos activados que provocan esta enfermedad de las articulaciones. ¡Justo lo que hacía la Galectina-1! Así que empezamos a realizar pruebas en ratones y en 1999 probamos que destruía a los linfocitos activados responsables de la aparición de la inflamación y la artritis.”
Mientras tanto, otros laboratorios comenzaron a encontrar y publicar resultados similares. Y en todos aparecía esta proteína asociada a diversos tumores y siempre como responsable de derrotar al sistema inmune que trataba de darle pelea al tejido tumoral. Sin embargo, para Rabinovich volvieron los tiempos difíciles: “Eran los años de la crisis del 2001 y yo vivía de solo una beca postdoctoral: me pagaban un sueldo magro. Pero aunque la situación no era la ideal, quería seguir este tema porque era biológicamente revolucionario aceptar que la actividad de un tumor podía destruir a, justamente, los encargados de defender al organismo de este tipo de ataques”.
Años más tarde un duro episodio personal volvió a provocarle un cambio de ideas. “Mis experimentos venían siendo cada vez más positivos y hubiéramos podido seguir esa línea, estudiando la proteína.” Pero algo reafirmó su deseo por acelerar las investigaciones de inmunología, esta vez buscando el costado más práctico.
“Empecé a sentirla necesidad de acelerar el desarrollo de nuevos medicamentos y obtener terapias útiles para el tratamiento del cáncer. El dolor personal de una persona amada me hizo entender mucho mejor que nuestro deber era enfocarnos, lo más posible, en los pacientes, para intentar hacerles llegar los resultados positivos que encontrábamos en nuestras pruebas con animales.” Hoy, su meta es pensar en los enfermos. “La vida es finita y mi objetivo es investigarlas aplicaciones prácticas, al mayor ritmo posible.”.